Veo cómo avanza, día a día, mi
deterioro físico. Cómo cada día que pasa, puedo valerme menos de mí mismo.
Trato de disimular y hacerme el valiente, pero no soy yo el que se va rindiendo
poco a poco, es la enfermedad la que va ganando la batalla. Y no es suficiente
la voluntad ni las ganas de vivir, es la hora de ser realista y dejar de
engañarse. Ese temido momento tenía que llegar, estaba al acecho, y ya casi me
tiene atrapado ¿Cuánto tardará en devorarme? En esta situación, la muerte es la
liberación y la vida el castigo. Sin embargo, muy grande tiene que ser el
sufrimiento para desear desaparecer de la vida, y se aferra uno a ella hasta
beber la última gota del cáliz del dolor y de la existencia.
La razón no difumina la realidad
para que sea más llevadera. Uno puede ser feliz, sí, pero cuando duerme. La
mente contempla con impotente rabia mi incapacidad para realizar las tareas más
sencillas, las cosas más simples. Y todo ello teniendo un cuerpo perfecto, sin
deformidades. Sólo viejo y con muchas neuronas muertas. Pero puedo desear las
cosas con el mismo ardor que los jóvenes, y con tanta ilusión, o más, que
ellos, y, sin embargo, mi cuerpo no esta para competiciones.
Sentado en mi silla de ruedas,
con los brazos apoyados en la mesa de trabajo, la mano derecha cogida con la
mano izquierda, y con un dedo le voy dando a las teclas del ordenador.
Equivocación y vuelta a empezar. Y así me paso las horas, intentando que
no disminuya el ritmo, porque si disminuyera, para mí sería un fracaso. Sería
admitir que estoy derrotado. Quizás lo estoy y me niego a verlo. Alguna vez,
cuando el ánimo esta más decaído, me hago esta reflexión. Y sigo escribiendo,
ya que dejar de hacerlo es reconocer que estoy derrotado.
Nunca sabremos que nos depara el
destino. Cuál y cómo será nuestro final, entonces, ¿para qué adelantar
sufrimientos? De todas formas, lo que esté por llegar llegará, aunque
nunca sepamos cómo ni cuando.
Para no arrepentirme de lo
escrito, le doy a publicar sin leerlo. Porque un mal momento lo tiene
cualquiera.