Hubo un tiempo que la gente que
tenía tiempo e inquietudes artísticas, pintaba cuadros, con flores, bodegones o
la torre de su pueblo. Pintaban para la familia, para los amigos y para llenar
de lienzo todos los rincones de la casa. Y si tenía influencias en el mundo de
la cultura, aunque no fuese la de colores y pinceles, hasta les montaban
exposiciones, y si no vendía, por lo menos eran noticia local el primer fin de
semana. Y los que no eran famosos antes de pintar cuadros, pues seguían sin
serlo; y los que ya lo eran, pues seguían siendo igual de conocidos,
porque la pintura no les dio más fama de la que ya tenían.
Aquel furor pictórico ha sido
sustituido por el apasionante arte de la literatura, y es tal la fiebre, que
una persona que no escribe un libro, ni es importante ni tiene justificado su
paso por la tierra. Porque para la posteridad el nombre del autor se ve mejor
en la portada de un libro que en el ángulo inferior de una pintura. Al fin y al
cabo, eso importa más que el contenido.
¡Cuantas cosas tiene que decir la
gente! Es verdad que tocan muchos temas, pero el principal, es la historia
propia, ajena o de personajes muertos hace mucho tiempo, de esos que no pueden
decir “esta boca es mía” Los más famosos o los más importantes cuentan sus
experiencias; los más profesionales dan lecciones de política, de economía o de
cocina moderna. Lo importante es tener algo que decir, que en caso de
apuros siempre habrá algún negro que de forma, embellezca y aclare las ideas
del autor.
Será cuestión de pensarse eso de
escribir un libro. Hijos, ya tengo; y árbol, he enterrado en la tierra una
bellota con la esperanza que nazca una encina o un alcornoque.